El Testigo
Estaba lloviendo. No. Estaba diluviando. No había visto caer tanta agua del cielo desde que era pequeña y una tormenta provocó que el pueblo quedase clausurado por una semana. Aquella lluvia solo ayudaba a que la tarea que estaba realizando fuese lo más tediosa posible. Cavar un hoyo en la tierra fresca de la orilla de un río cuando estaba diluviando no era la mejor de las ideas, pero ya que había empezado tenía que terminarlo. Llevaba un chubasquero de su hermano; era negro y le llegaba a la altura de las rodillas. Se había puesto la capucha para asegurarse de esconder su rostro que, igualmente, con aquella lluvia y siendo de noche, nadie llegaría a identificar.
Aquella noche se suponía que iba a ser divertida. En la televisión no habían dicho que fuese a llover, y tanto ella como Clara tenían planeado ir al monte a comerse unas hamburguesas y beber un par de cervezas, pero la lluvia hizo que aquellos planes se viesen afectados. La lluvia y, por supuesto, el crimen que acababan de cometer.
Rosa cavaba y cavaba, mientras que Clara estaba sentada en el maletero descubierto de la camioneta. La lluvia le recorría todo el cuerpo ya que, a diferencia de su novia, Clara no llevaba puesto ningún abrigo. Tenía uno disponible a su lado, pero estaba demasiado aterrada como para realizar cualquier movimiento. Su vestido blanco se adhería a su cuerpo tembloroso como láminas de papel mojadas, pero aquello no parecía incomodarle. Las lágrimas se fundían con las gotas de lluvia que resbalaban por su rostro pálido y congelado, que estaba cubierto por los finos cabellos pelirrojos que el agua había arrastrado desde su moño hasta su cara.
Todo había ocurrido demasiado rápido, y Clara parecía no comprender cómo había sido capaz de matar a un hombre. Cada vez que recordaba lo que había hecho, su respiración comenzaba a acelerarse y sentía que no podía coger el suficiente aire como para calmar las bocanadas que sus pulmones le exigían. Le estaba dando un ataque de ansiedad bajo la lluvia, mientras que su novia cavaba una tumba.
—¡Clara! —gritó Rosa— Relájate e intenta ayudarme.
—No... no puedo... —rompió a llorar.
No conseguía completar una frase entera antes de que le volviese a dar otro ataque de pánico. ¿Cómo había sido capaz? Lo hizo para defender a Rosa, pero no entendía cómo lo había hecho.
Estaban bebiéndose las cervezas que habían comprado cuando uno de los vecinos del pueblo, Roberto el borracho, se les acercó. Al principio todo estaba tranquilo, y Roberto estaba dando la lata como siempre, pero pronto decidió arruinar la noche e intentar propasarse con Rosa. Propasarse no era la palabra correcta. Violarla. Roberto quería abusar de Rosa, y se lanzó sobre ella. Clara, al ver como aquel borracho estaba echado sobre su novia, cogió la pala del maletero de la camioneta y le golpeó en la cabeza. Le golpeó en la cabeza diez veces.
Rosa estaba cavando con la misma pala con la que Clara había aplastado la cabeza de Roberto. Solo tenía la luz pobre de una linterna que su padre guardaba bajo el asiento trasero de la camioneta, pero era suficiente para hacer un boquete en la tierra. Estaba decidida. Clara la había protegido y ahora era su turno.
Dejó la pala en el suelo y, reuniendo toda la fuerza que encontró en su interior, arrastró el pesado cuerpo de Roberto hasta que consiguió tenerlo lo suficientemente cerca del hoyo. Le pegó una patada a aquel cuerpo inerte de más de un metro ochenta de altura y cayó al fondo del boquete. Era irreconocible. Clara había hecho un buen trabajo. Cogió de nuevo la pala y comenzó a rellenar la tumba que había improvisado. No quedaba ya ningún cuerpo a la vista.
El día siguiente comenzó y, amaneciendo entre rayos del sol más cálido de aquel otoño, Rosa decidió vestirse. Había dormido en la casa de Clara. No recordaba cuando consiguieron conciliar el sueño, pero les costó más que nunca poder pegar ojo. Se puso la camisa que estrenó la noche anterior y que estaba absolutamente manchada de tierra, pero se colocó un abrigo de paño por encima para disimularlo. Los pantalones eran lo siguiente, pero al cogerlos notó que pesaban menos que al salir de su casa el día anterior. Tocó ambos bolsillo, intuyendo lo que faltaba, e inmediatamente lo supo. La cartera.
—¡Clara! —gritó agachándose para buscarla.
—Dime... —dijo una voz ronca.
—No encuentro la cartera.
—¿Cómo? —se incorporó de inmediato.
—Que no la encuentro, tía. Que no está ni en mis pantalones ni en ningún otro sitio —balbuceó con un tono de agobio en la voz.
—Dios. Se te debió caer al forcejear con Roberto —sentenció Clara.
En ese momento, llamaron a la puerta. Tres toques que hicieron que los corazones de ambas latiesen más rápido de lo habitual.
—¿Sí?
—Hija, toma —dijo la madre de Clara, abriendo la puerta—. Siento molestaros chicas, pero han dejado este paquete para ti en la puerta.
La madre soltó el paquete sobre la cama y se marchó, temerosa de haber interrumpido a su hija y su novia.
Clara abrió el paquete lentamente, y dentro se encontraba la cartera de Rosa junto a una nota. Rosa la cogió y la leyó:
“Sé lo que hicisteis y me he callado. Ahora necesito vuestra ayuda”
Un escalofrío recorrió la espalda de Rosa, que veía cómo Clara estaba llorando. Había un testigo.
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