Yamamba

 


Llovía como no lo había hecho en años. Las gotas eran grandes y espesas, y el campo ya desprendía aquel olor a tierra mojada que sólo el monte poseía. Una anciana estaba fuera de su pequeña casa, recogiendo las prendas de ropa que había dejado secando bajo la luz del sol, pero que había olvidado completamente mientras preparaba la cena de su nieto. En la casa solo vivían ellos dos, y la vieja tenía que encargarse de la comida y el cuidado del niño, cuyos padres murieron cuando él solo tenía un par de meses de vida.

Por suerte, la ropa no estaba demasiado mojada, y pudo dejarla secando frente al calor que desprendían las llamas del vivo fuego. La madera crujía con el calor, y un olor suave impregnaba todo el hogar.

Aquella anciana entró a la habitación de su nieto, arrastrando los pies poco a poco. Iba descalza, y la madera crujía a cada pequeño paso que daba. Portaba en su mano derecha una pequeña lámpara de aceite, que dejaba al lado de la cama del niño para que consumiese mientras éste intentaba concebir el sueño.

—Abuela —dijo una suave voz—, ¿me cuentas una de tus historias?

La anciana se acercó lentamente a su nieto y, sentándose con piernas cruzadas sobre el frío suelo, decidió cuál de sus historias narrarle.

—¿Quieres que te cuente una historia real? Es un mito japonés.

El niño asintió enérgicamente con la cabeza, con una sonrisa que le llegaba de una oreja a la otra.

—Esta historia me la contaba mi abuela cuando yo era pequeña, y según decía ella, ocurrió hace muchos siglos —confesó la anciana—. Explica como nunca hay que traicionar el honor de la familia, y tenemos que cuidar el uno del otro, hasta en tiempos de desdicha. Allá vamos, no tengas miedo...


Hace muchos siglos, en lo que ahora conocemos como nuestro país, Japón, hubo una ola de hambre y miseria. La pobreza hizo que muchas familias tuviesen que recurrir a cosas inimaginables hasta entonces. Muchos se alimentaban de la carne de sus mascotas que, esqueléticas por la hambruna, apenas los alimentaba por dos días. Muchos otros comenzaron a robar y asesinar por el dinero y la poca comida que había en aquella época; y otros pocos decidieron que, manteniendo su honor, morirían de hambre antes que cometer cualquier barbaridad. Sin embargo, hubo una familia que no pensó así.

Aquella familia estaba formada por un marido y una mujer, y la madre anciana de ella. La mujer estaba embarazada e iba a traer a un pequeño niño a un mundo lleno de miseria. El hombre estaba preocupado por la salud de su mujer y su futuro bebé, ya que no podían permitirse comer todos los días ni conseguir los alimentos necesarios para una mujer embarazada. El marido hablaba muchas veces con su mujer sobre cómo la anciana era ya un estorbo, pues al estar vieja no servía para trabajar, que era lo único que traería alimento a aquella casa.

La anciana, sin embargo, ayudaba todo lo que podía en aquel hogar. Se encargaba de cuidar a su hija cuando el marido trabajaba los campos, y limpiaba y mantenía la casa en orden. Pero, para el hombre, aquello no era suficiente. La anciana era una boca más que alimentar, y si les costaba conseguir comida para tres personas, una vez llegase el niño, en aquella casa nadie sería capaz de alimentarse lo suficiente como para sobrevivir. El hombre, debido a las circunstancias, se vio obligado a tomar una decisión que navegaba en su cabeza constantemente. Aquel marido, con el beneplácito de su mujer, decidió expulsar a la anciana de su hogar, dejándola completamente abandonada en la calle. Ni el hombre ni su propia hija se preocuparon del paradero de la vieja. No sabían donde estaba ni de que se alimentaba. Ni siquiera sabían si seguía con vida, pero su situación jamás mejoró.

La anciana vagó durante días y días, y consiguió encontrar pequeños animales muertos y frutos en el bosque donde decidió refugiarse. Cada día, en la mañana, retomaba su caminar y no paraba hasta que la luna alcanzaba su punto más alto. Su objetivo era buscar un refugio en el que pasar las frías noche, pues la humedad ya iba calando en sus viejos huesos. Su rencor, poco a poco, fue aumentando, y cuando consiguió encontrar un pequeño refugio, su corazón solo albergaba odio hacia su hija y aquel hombre que la echó de su propia casa.

Arregló aquel refugio, que resultó ser una pequeña casa abandonada. La limpió lo máximo que pudo y la ordenó para hacer su estancia más llevadera. Se alimentaba de pequeños animales muertos y de los insectos y frutos que iba encontrando por los alrededores de su nuevo hogar. Comía una sola vez al día, y pasaba el resto del tiempo pensando cómo iba a vengarse por la traición y la deshonra que había sufrido a manos del marido de su hija. Hasta que recordó una antigua leyenda que contaba su abuela. Según decía este mito, cualquier persona cuyo rencor fuese superior al amor y perdón que existía en su corazón, podía invocar a un Oni que le otorgaría el suficiente poder como para llevar a cabo su venganza, pero todo regalo de Oni venía con un precio que debía pagar, y una vez invocado no había vuelta atrás.

Llegó la noche y, siguiendo el ritual que recordaba de su difunta abuela, la anciana invocó a un Oni.

—He sido invocado —respondió una grave voz.

Ante la anciana se presentó la criatura de la que venía aquella voz. Era un ser de gran altura, con la cara de un ogro y dos cuernos saliendo de su frente. Tenía la boca abierta enseñando sus afilados dientes, que eran presagio de lo que la mataría si la anciana no aceptaba el trato que el Oni tenía para ella.

—He sido invocado y mi oferta debe ser aceptada —dijo aquella voz que no parecía provenir de su boca.

—Así es —agachó la cabeza—. Mi corazón alberga más odio y rencor que amor y perdón, y deseo vengarme de quien ha provocado esta situación.

—Tu venganza ocurrirá —sentenció el Oni—. Te ofrezco la súplica de quien te traicionó, que vendrá rogando perdón, y tú le ofrecerás un trato igual que este. Tienes hambre, lo noto, así que el trato será el siguiente.

Hizo una pausa. La anciana notaba cómo su corazón palpitaba hasta alcanzar sus orejas, que estaban calientes por la sensación de miedo y nerviosismo.

—Les ofrecerás tu perdón, pero para ello tendrán que darte alimento. Anunciarás sus dos opciones. La primera opción es que ellos sean tu alimento, la segunda es que su hijo recién nacido pase a ocupar su lugar —el Oni hizo otra pausa—. Si aceptan su destino, te los comerás, y si deciden ofrecer a su hijo como alimento, cuidarás del niño y te los comerás a ellos como rechazo a su falta de honor. En ambos casos, tu venganza será exitosa y tu hambre saciada.

—¿Cuál es el precio a pagar? —preguntó la anciana, impaciente.

Aquella criatura rió suavemente, mientras que a la anciana se le erizaba el bello de la nuca.

—El precio a pagar será tu vida —afirmó—. Serás inmortal, y si quieres que tu alma siga contigo, deberás realizar este sacrificio cada veinte años. Viajeros extraviados llegarán a tu hogar, y tus les ofrecerás el mismo trato que a tus traidores. Sea como sea, deberás criar al niño por veinte años hasta que una familia nueva llegue y su hijo sustituya al anterior, que tendrá una vida tranquila y normal.

La anciana quedó en silencio, y tras pensarlo por unos segundos, contestó al Oni.

—Acepto.

El tiempo pasó, pero la anciana no perdía la paciencia. Su sed de venganza iba aumentando a niveles descontrolados, haciendo que solo pudiese pensar en el momento en el que los vería de nuevo. Dos meses después, tal y como dijo aquella criatura, la antigua familia de la anciana apareció en la puerta de la pequeña casa. Habían huido de la ciudad y de su hogar, que era consumido por la pobreza, y buscaban un refugio en el que habitar. Llamaron a la puerta y la anciana, impaciente, los recibió.

—¡Madre! —exclamó la hija, que se echó emocionada a brazos de la anciana.

—Bienvenidos. Pasad. Adelante —la anciana los invitó a entrar, y estos aceptaron.

Los tres estaban sentados en el suelo, frente a frente, mientras que el niño reposaba dormido sobre una gorda capa de piel que la anciana tenía guardada. La anciana estaba ansiosa. A quien devoraría primero sería a la traidora de su hija, ante la mirada horrorizada de su marido, y a éste último lo haría sufrir, devorándolo vivo trozo a trozo.

—Anciana —dijo el hombre, interrumpiendo sus pensamientos—. Queremos que nos perdone. Nos vimos asustados en una situación difícil y actuamos de manera egoísta.

—Perdónenos, madre, por haberla deshonrado y repudiado de tal manera.

La anciana rió, mientras que sus ojos y su boca tomaban una expresión que hizo que ambos traidores se levantasen asustados.

—Os entregaré mi perdón, si me recompensáis antes.

—S-sí —dijo, nervioso, el marido—. ¿Cómo podemos recompensarla?

—Estos meses he sobrevivido a base de insectos y animales putrefactos. He pasado hambre y ahora exijo lo que se me negó por vuestra parte. Quiero alimentarme.

—Pero madre... —intervino la hija— No tenemos ningún alimento.

La anciana volvió a reír y, levantándose, se acercó a ellos. Sus rostros estaban separados por escasos centímetros.

—Tenéis dos opciones —afirmó—. Podéis ganar mi perdón y vuestra honra de vuelta de una manera muy simple, ofreciéndoos voluntarios como mi alimento. Si no queréis, la segunda opción es que me entreguéis como comida a vuestro hijo. Mi nieto.

Ambos estaban horrorizados, pero el marido fue rápido y, decidido, contestó.

—Le entregamos a nuestro hijo, anciana.

La madre comenzó a llorar, pero no ofreció resistencia ante la idea de su marido. La anciana comenzó a reír enérgicamente, y en su mirada mostraba la ira que la consumía.

—¡Igual que me traicionasteis a mí, ahora traicionáis a vuestro hijo! —exclamó la anciana— ¡Vosotros seréis mi alimento y moriréis sin mi perdón!

Con un movimiento rápido de muñeca, llevó una afilada hoja desde su ropa hasta el cuello de su hija, a la que degolló. La cara del marido quedó cubierta por la líquida sangre de su esposa, que murió instantáneamente. Cegado por la sangre en los ojos, el hombre intentó huir, pero la anciana clavó la hoja veinte veces en su espalda, dejándolo inmóvil sobre el suelo.

El hombre podía ver perfectamente todo lo que ocurría, y presenció cómo la anciana devoró ferozmente el cadáver de su propia hija. Se comió cada centímetro de carne y cada hueso que tenía el cuerpo.

La sangre goteaba por sus ropajes, y se pelo platino estaba bañado en aquel tinte carmesí. Lentamente, se acercó sonriendo al inmóvil viudo.

—Llegó tu turno —susurró.

Haciéndolo sufrir, aún vivo, arrancó y engulló cada parte del cuerpo de aquel hombre. Dedo por dedo y hueso por hueso, el cuerpo desapareció completamente entre los dientes de la vieja, y la sed de venganza de la anciana dormiría por veinte años más.

Se limpió las manos en su ropa manchada y se acercó a la capa de piel donde descansaba el niño. Lo cogió en brazos y, acariciando su cara, sonrió.

—Hola, mi niño —dijo con sangre aún en la boca—. Me llamo Yamamba, y ahora viviremos juntos.


La abuela, tras finalizar el relato, acarició el pelo de su nieto, que descansaba sobre una gran capa de piel.

—Descansa, mi niño —dijo la vieja al terminar el mito.

—Abuela... —susurró el niño— ¿Aquella anciana se llamaba como tú?

—Sí —sonrió la abuela—. Nunca me había dado cuenta de que las dos nos llamamos Yamamba. Ahora a dormir.

Salió del cuarto y dejó durmiendo al niño. Adoraba disfrutar del tiempo que tenía con su nieto, y le tranquilizaba pensar que todavía quedaban trece años más hasta que tuviese que devorar a una nueva familia y criar a una nueva criatura.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El Testigo

Día de las escritoras: Mis autoras favoritas

Día 1. Sueño (Escritober 2020)