El Último Día
No entendía el motivo de que no hubiésemos pasado por la casa en todo el día. Estaba cansado y hambriento, pero mamá decía que no era momento para comportarse como un niño pequeño, pero yo era eso, ¿no? Siempre que intentaba meterme en las conversaciones de los mayores, tanto la abuela como mamá me mandaban a callar. Decían que ya tendría tiempo de actuar como un adulto, que disfrutase siendo un niño y haciendo las cosas que los niños deben hacer. No entendía porqué, de pronto, debía actuar como si no fuese un niño pequeño.
Echaba de menos la casa. Siempre que me levantaba, el olor a café recién hecho era lo primero que me daba los buenos días. El abuelo adoraba preparar café para la abuela. Según él, siempre lo había hecho y no pararía hasta el último de sus días. A mí no me gustaba esa frase, pero él nunca dejaba de repetirla. ¿Cómo sería el último de sus días? Era mi mejor amigo y me daba miedo que cuando llegase aquel último día no volviese a verlo jamás.
Yo tenía más amigos. Mis compañeros de la escuela y los niños del pueblo con los que solía quedar para ir a jugar a la plaza eran mis amigos, pero ninguno era mi abuelo. Mi abuelo era especial. Era, como ya he dicho antes, mi mejor amigo, y hacíamos cosas de mejores amigos juntos. Siempre me llevaba a una fuente donde había patos pequeños. Según decía, su madre había muerto, y ahora nosotros nos encargábamos de cuidarlos para que viviesen mucho tiempo. Todas las mañanas visitábamos a los patitos y les dábamos de comer algunas semillas del campo que a mi padre le habían sobrado. Prometimos que iríamos todas las mañanas pero, por alguna razón que yo desconocía, aquella mañana nos saltamos nuestra rutina.
Era un ocho de noviembre. Me acuerdo porque ese día tenía examen de inglés, pero mamá tuvo que llamar a la profesora para explicarle “la situación” y conseguir que aplazase la fecha. Mamá tuvo que caerle muy bien a la profesora, pues no sólo me quitó el examen, sino que dijo que estaba aprobado y que podía no asistir aquella semana. Yo estaba contento, ya que sería la envidia de mis compañeros. Todos deseábamos que vinieran en mitad de clase a recogernos y, así, no asistir el resto del día, pero en mi caso duraría una semana entera. Yo estaba deseando pasar esa semana con el abuelo y la abuela.
La abuela me enseñaba a coser y cocinar. Decía que si en su época más hombres hubiesen aprendido a hacer aquellas dos simples cosas, no habría tanto torpe suelto por la vida. Ella siempre remarcaba lo dura que era. Según decía, no había ni un sólo hombre que estuviese por encima de ella, y yo me lo creía. Nunca la había visto soltar ni una sola lágrima. Se quemaba con las ollas, se pinchaba al coser y se dio muchas veces en el dedo pequeño con la pata de la mesa, pero jamás vi una lágrima salir de sus ojos azules. Yo quería ser como ella, pero no sabía si conseguiría soportar algún día el dolor de darle una patada por accidente a la mesa. Mi padre siempre decía que la abuela nunca lloraba porque había aprendido a tragarse las lágrimas. Yo no sabía que significaba eso, pero según él quería decir que había sufrido mucho en la vida y sabía qué hacer para no llorar.
Quería volver a casa, pero sobretodo quería volver a ponerme mi ropa normal. Mamá me había puesto un pequeño traje negro que no me gustaba. Era muy incómodo, y hacía que sudase como sudaba papá al volver del trabajo. El traje me hacía parecer todo un señorito, o eso dijeron las amigas de la abuela que me vieron aquella mañana y que no paraban de decir “pobrecito” cada vez que me daban dos besos en las mejillas. Recuerdo cómo me cansé de la chaqueta y mamá tuvo que llevarla colgada de su brazo todo el día. La camisa blanca era muy suave, pero ya la tenía toda arrugada y se me había salido de la cintura del pantalón. Mamá seguro que me regañaría al llegar a la casa.
Estábamos en el coche. Era ya el camino de vuelta, y no había estado en todo el día con el abuelo. La abuela me agarraba de la mano y, mirándola, vi como una lágrima surcaba su mejilla y caía hasta la solapa de su chaqueta negra, donde llevaba clavado un broche que le regalaron mis tías y mi madre para su cumpleaños de hace un par de años. ¿Estaba llorando mi abuela? Que raro era todo. Mi madre no me regañaba y mi padre estaba callado, dos cosas que nunca sucedían; además, el abuelo no estaba y la abuela parecía estar llorando. No entendía nada, pero quizás a eso se referían con que debía preocuparme sobre cosas de niño pequeño. Los mayores eran muy raros y hacían cosas que no tenían sentido.
—Abuela, ¿estás llorando? —pregunté para asegurarme.
—Sí, mi niño —me confirmó—. Estoy llorando.
—Pero... tú nunca lloras.
—Hay veces que hasta la gente más resistente acaba llorando —dijo apretándome la mano.
—¿Por qué lloras?
—Porque el abuelo se ha ido.
Su voz se iba quebrando por momentos, y yo no lograba entender nada. ¿Cómo que el abuelo se había ido?
—¿A dónde? —pregunté confuso— ¿Va a volver?
—No.
—Cuando la gente se hace muy mayor, se va para no volver —intervino mi padre, con un tono delicado en la voz.
—¿Tú también te vas a ir, abuela?
—No —sentenció—. Yo me quedaré para que cuidemos juntos a esos patitos de los que siempre hablas.
—Si cuidamos a los patitos, te prometo que yo te hago el café todas las mañanas —dije inocentemente—. El abuelo me enseñó antes de irse.
En ese entonces era muy pequeño para entenderlo, pero ahora comprendo que aquel fue el último día de mi abuelo.
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